En este pueblo tan pintoresco se celebraban muchas fiestas; el lugar más frecuentado era donde la señora Isidra viuda De Ruíz, conocida como «Chila». Esta señora acostumbraba a celebrar bailes en su casa, a los cuales solo se asistía por invitación.
La noche era fresca, se escuchaba el murmullo de los grillos en el camino; la luna acariciaba los árboles, y a la vez por sus predios, todo era como una invitación a la meditación. Ya en casa de Chila, las jóvenes charlaban unas con otras sobre sus novios y del hijo del vecino que era muy mozo, y que Lola, una de las jóvenes más guapas quería atrapar.
Comienza el baile, han llegado Chucho, Luis, Manuel y otros que nunca faltaban a esos bailes porque eran bailarines. Todo marcha de lo más natural; se reparten refrescos, la noche se hace más linda; las parejas salen al patio y, como adolescentes, miran que las estrellas, bajo los árboles de naranjo, semejan enredaderas.
Carmen, una de las muchachas, ve llegar a Luisa con un niño que trajo para que le hiciera compañía. El baile ha proseguido y, ya avanzada la noche, llega un joven que nadie sabía de donde vino; era alto, moreno, de ojos verdes y de facciones muy varoniles.
No se sabe qué se apoderó de las jóvenes, porque al verlo, todas querían bailar con el joven desconocido. Era como si esos ojos verdes, las miraran con fijeza, a veces deslumbrantes, hipnotizantes.
Lo más raro es que todo cambió; la noche se hizo turbulenta con vientos huracanados que cabalgaban; algo en el traspatio, como hoja de zinc suelta, golpeaba. Varias veces se apagaron las luces, y el niño que había llevado Luisa se había rendido y reposaba en una silla.
Pero de pronto, el niño despierta y ve que el joven desconocido está bailando y todas se lo disputan y, por supuesto, los otros jóvenes están tan disgustados que tratan en vano de bailar con las muchachas. La fiesta siguió de lo más natural, hasta cuando todos escucharon con pavor la exclamación del niño asustado, «Ay Luisa ¡Ese hombre tiene patas de gallo!».
El joven al escuchar la exclamación del niño se esfumó del lugar y lo que allí quedó fue una nube de azufre. La gente que allí se encontraba, al observar lo ocurrido, huyó despavorida, porque, sin lugar a dudas, quien allí había bailado era el mismo Lucifer.
Cuento Por la profesora Diamara Ávila