El Chivato.

El Chivato.

En los pueblos del interior, allá por los tiempos de mi abuelo Arcadio Guevara Núñez, el «Fulo» Guevara, el curandero blanco de ojos verdes, y lengua de indio de Jesús María, Bayano, había un animal que nunca vi, pero que jamás olvidaré.

Lo llamaban el Chivato, no tenía éste ser infernal ninguna relación con el delator cubano, ni tampoco con los delatores nuestros, a quienes llamamos «sapos». 

Imagino, por otro lado, que estos inofensivos batracios no fueron culpables de que los escogieran para bautizar a los soplones, por el hecho de que cantan de noche. No recuerdo cuándo fue la primera vez que alguien me contó sobre él, pero ninguna historia sobre demonios me aterrorizaba tanto, como las que contaba Genobeba, la mujer de mi tío Francisco, acerca del Chivato: el animal en que se convertía el demonio. Mis hermanas, Mary, Fella y yo, junto con otros niños de casas vecinas, nos sentábamos a los pies de aquella mujer de hierro, de piel tostada por el sol, y manos encallecidas por el mazo de pilón. 

Allí, repartidos por los escalones clavábamos nuestros ojos en ella, sentada en el portal de la casa del abuelo. El rio Bayano corría arriba y abajo en su andar sin cesar, de vez en cuando desde algún cayuco que pasaba, una voz salomera saludaba, y el abuelo curandero contestaba de pie como una palma a la orilla del barranco, hasta que el viajero se perdía con su canto en la distancia, al golpe de su canalete. Genoveva empezaba su cuento y nosotros nos acurrucábamos. <<Lo más horrible del Chivato son sus ojos>>, nos decía, son como dos brasas, como si fueran de fuego. Le sale a la gente por los caminos oscuros y solitarios.

Yo nunca tuve claro si el Chivato tenía forma de chivo o de toro endemoniado, pero cualquiera que fuera, de lo que no había duda era que tenía unos cachos enormes, que echaba espuma por la boca y fuego por los ojos.

Había una vez un hombre que no creía en estas cosas, y siempre

se burlaba de los que hablaban del Chivato, afirmó Genoveva, preparada para echarnos un cuento en forma. Se llamaba Manuel Mosquera, y según decían venía de los lados de Colombia, tenía fama de ser un buen tirador. 

Con su escopeta doce de regadera, no se le escapaban ni un ñeque ni un perdís. Decía que no le tenía miedo a los muertos y que esas historias de aparecidos y del Chivato eran puras tonterías. Que nada de eso existía. Pues bien, una noche Manuel salió de cacería montando su caballo Humo, llevaba su lámpara de carburo, su machete y su escopeta doce de regadera. Veré si agarro un venado, dijo a su mujer, internándose en el monte. 

Ciertamente Genobeba tenía razón. Manuel Mosquera era un hombre que no temía a nada. Desde que se vio frente a frente con la muerte en la guerra entre conservadores y liberales, durante el período de la <<regeneración>> del presidente conservador Rafael Núñez, no había nada que atemorizara al mulato colombiano. Su cabello cuscú mostraba una partitura que se abría a la altura de la sien izquierda, dejando ver el cuero cabelludo como si fuera un camino de arriera. De hecho, el mulato Manuel se peinaba aprovechando ese corte, que había dejado al pasar, como una bola de fuego, la bala de un fusil disparado a quemarropa. Estaba vivo gracias a su agilidad para moverse rápidamente en el preciso instante que aquel soldado Nuñista apretó el gatillo, y él le arrancó la cabeza de un tajo con su filoso machete. Derrotado el pendón liberal federalista por el conservadorismo unionista y centralista, tuvo que huir de su pueblo en el Chocó, no sin antes despachar al otro mundo al alcalde conservador del lugar, los Nuñistas lo persiguieron monte adentro, pero logró burlarlos, sorteando poblado tras poblado y atravesar el Tapón del Darién hasta alcanzar las aguas del rio Tuira, y remontarlo hasta la región del rio Bayano, cuyo cauce subió hasta detenerse en el caserío de Cuarenta Bollos, bien arriba, donde se estableció, junto con una mestiza bayanera de nombre Antonia Carmona. Sin embargo, supo que unos parientes del alcalde asesinado, juraron buscarlo y darle muerte allí mismo donde lo encontraran. Noticias recientes que le llegaron, contaban que dos de esos parientes habían salido del Chocó tres meses atrás, y andaban ya por los lados del rio Mamoní, principal afluente del inmenso río Bayano. Por eso estaba allí ahora, tratando de salirles al paso diciendo que cazaba venados, Genobeba siguió su relato.

Manuel llegó a un enorme árbol de higo, y se bajó de su caballo. Apagó su lámpara de carburo y sigilosamente se acomodó a la pata del árbol donde esperarla escondido. Con un poco de suerte, algún venado vendría a comer la fruta madura esparcida a su alrededor. El tiempo empezó a transcurrir. Después de unas horas Manuel comenzó a cabecear. El sueño le entrecerraba los ojos. Entonces sacó un tarro de su chácara y tomó unos tragos de café negro sin azúcar. Iba a cambiar de posición cuando un tufo lo alertó. Se quedó quieto tratando de reconocer el enfluvio. ¿Qué será eso?-murmuró, y se fue levantando, cada vez la pestilencia era más fuerte y Manuel empezó a oír que algo se acercaba, prendió su lámpara de carburo y agarró firmemente su escopeta de regadera. Ahora podía oír claramente el resoplido que hacen los toros cuando están furiosos y listos para embestir. Pero todavía no veía nada, nos contaba Genobeba,

Manuel Mosquera, Con todos sus sentidos atentos y agazapados en la oscuridad, pudo ver cuando los dos hombres se acercaban entre los árboles. Venían armados, conversando desprevenidamente. Mañana estaremos allá, le decía uno al otro. El mulato Manuel, estratégicamente ubicado, con su lámpara de carburo apagada, aguzó la vista. Su caballo Humo, dócil y fiel a sus mandatos, tampoco se movía. Manuel Mosquera, de veras estaba cazando, pero no venados, sino hombres. Entonces aquel incrédulo que se burlaba del Chivato, siguió narrando Genobeba, vio dos ojos de fuego en la noche, cuando el rayo de luz de su lámpara de carburo alumbró una horrible bestia.

 El miedo se apoderó de su cuerpo, pero, con todo y eso, Manuel apuntó su arma y disparó, el primer fogonazo de la escopeta de regadera del Cazador escondido, alumbró la noche y destrozó el pecho de uno de los dos hombres que venían. El otro Se movió con asombrosa rapidez al tiempo que disparaba su fusil hacia el lugar de donde salía el Candelazo. Su bala atravesó el brazo izquierdo de Manuel, quien se protegió adolorido detrás del árbol de higo. Así quedaron los dos nombres agazapados en las sombras, uno frente al otro, sin verse ninguno de los dos. Apretujados unos contra otros seguimos oyendo a Genobeba, el terror se fue apoderando de Manuel Mosquera, cuando vio que sus disparos no le hacían ningún  efecto al aparecido que tenía adelante. Estaba seguro que no había fallado. Él jamás podría errar un disparo a esa distancia, pero el bicho seguía avanzando hacia él con sus ojos de fuego, echando espuma por la boca, mientras el fuerte hedor se le metía por las narices hasta dolerle el cerebro. Entonces se dio cuenta al fin que estaba ante El Chivato.

Los dos hombres permanecían escondidos uno del otro sin moverse. Ninguno hacia un primer movimiento. Cada cual esperaba que el otro lo hiciera, para poder ubicarlo. Pero como pensaban lo mismo, ninguno se movía. Sobre el lecho de hojas húmedas yacía un hombre muerto, con el tórax destrozado. Manuel Mosquera ideó un ardid, engañaría a su perseguidor con Humo, haciéndole creer que se movía. El fiel y dócil caballo no vaciló un segundo a las órdenes de su dueño, emprendió la carrera precisamente en dirección hacia el hombre que venía a matar a su amo, que sin sospechar la treta, se movió de donde se hallaba escondido, para disparar en medio de la oscuridad. El disparo de su fusil atravesó el corazón del noble Humo, derribándolo, pero lo dejó a merced de Manuel. Casi inmediatamente la escopeta de regadera tronó otra vez, y la cabeza del otro nombre voló por el aire, cargada de perdigones. Horrorizado por el monstruoso animal, el mulato Manuel solo tuvo tiempo para tirarse a un lado cuando el Chivato lo embistió, Genobeba, dueña absoluta de nuestra atención. 

En ese mismo momento, el fiel Humo se interpuso instintivamente entre el demonio convertido en animal, y su amo, con el fin de defenderlo. El Chivato le atravesó el corazón con uno de sus puntiagudos cachos. El otro cacho le desgarró el brazo izquierdo a Manuel. Como ya estaba amaneciendo, el Chivato siguió de largo bramando, y desapareció en el monte como si nunca hubiera estado por ahí. Manuel Mosquera se atornillo con fuerza el brazo ensangrentado. Afortunadamente la bala había entrado y salido sin tocarle el hueso. Su caballo Humo yacía muerto. Sintió un profundo dolor por él. 

Se hacía de día. No podía perder más tiempo. Debía regresar al poblado antes que alguien decidiera salir en su busca, tenía que evitar que alguna persona se acercara por allí, además, debía curarse pronto la herida para evitar una gangrena. Tirados en el colchón de hojas húmedas del lugar, quedaban los dos cadáveres. Hubiera querido enterrarlos junto con sus armas, pero no había tiempo ni se sentía con fuerza para hacerlo, por lo tanto, lo más que hizo fue juntarlos con todo lo que traían y cubrirlos con lo que pudo. Sabía que era un trabajo inútil, pues los anímale de rapiña terminarían descubriéndolos y devorándolos. Se apuró en regresar. Sería mejor desaparecer de los alrededores, irse muy lejos, ya que

aquellos hombres habían llegado muy cerca de él, y otros podrían venir detrás. Cuando la gente lo vio aparecer de entre el monte, sin caballo y trastabillando, todos corrieron a socorrerlo. ¿Qué te pasó Manuel?– le preguntó su mujer asombrada y angustiada al verlo herido. ¡Fue el Chivato, fue el Chivato!, exclamaba el que decía que no creía en aparecidos ni en el Chivato. Me salió el Chivato allá por los higos, mató a Humo y casi me mata a mí, balbuceaba Manuel Mosquera, mientras toda la gente del lugar lo rodeaba. Las mujeres se persignaban, los niños se agarraban a las faldas de sus madres, y los hombres le preguntaban cómo era el Chivato, dónde había ocurrido el asunto, cómo se había salvado; él les contó toda la historia así mismo como se las cuento yo, silenció Genobeba. 

Nunca más en mi vida iré por ese lugar que está maldito. Allá ronda el Chivato. Nunca más iré por ahí- decía Manuel y así fue de verdad. Él no volvió a cazar por aquel lugar, ni tampoco ninguna otra persona. Y en muchas millas a la redonda se conoció del suceso y se corrió la voz de que por el paraje de los higos, nadie debía pasar, porque podía salir el Chivato, y sin que nadie se diera cuenta, un día Manuel desapareció, y no se le vio nunca más, otros dicen que el Chivato lo vino a buscar y se lo llevó con él. Por eso es que no hay que burlarse de los aparecidos y menos del Chivato, terminó contándonos Genobeba, cuando ya estábamos medio muertos de miedo.

Manuel Mosquera sabía que tenía que irse del lugar, esconderse muy lejos en otra parte. Así que una madrugada, cuando todo el mundo dormía, desapareció sin dejar rastro. Atrás, en un desolado paraje con árboles de higo, quedaron los restos de un caballo y dos hombres, descansando para siempre en la más absoluta paz, resguardados por el Chivato.

Por el escritor Miguel Montiel-Guevara.

Compartir

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *