La Leyenda Clásica De San Cristóbal

“EL RÉPROBO”

En la primera mitad del siglo tercero; es decir, entre los años 200 y 250 después de la muerte de Cristo, el gran Imperio Romano era el amo del mundo antiguo, que había sometido a casi todos los pueblos y naciones a su yugo imperial. La región de Canaán, en el Asia Menor fue la tierra que vio nacer a Cristóbal, el que vivió en Licia, lugar donde se aceptaba el culto al dios fenicio Baal después del culto supremo a los dioses romanos y se condenaba la adoración a Cristo.

En ese tiempo era emperador de Roma Cayo Mesio Quinto Trajano, llamado Decio. Éste enfrentó en el año 249 al emperador Filipo matándolo en Verona y usurpando el Imperio con el respaldo del ejército. «Intentó imponer la unidad religiosa en el Imperio, por lo que persiguió a los cristianos y restauró algunas instituciones republicanas».

Este era el marco histórico donde se desarrolló la leyenda del mártir cananeo San Cristóbal. El mismo, antes de ser bautizado, fue un soldado romano y lo llamaban «el Réprobo»; nombre o título despectivo que significaba «malo, perverso, que había sido condenado a las penas eternas». Ese no era su verdadero nombre, sino el mote que se les daba a los soldados romanos que perseguían y torturaban al pueblo cristiano del Asia Menor.

Pero «El Réprobo» al ver el odio y el rechazo de los cristianos se sentía vacío en su interior y se decía constantemente estas palabras:

 – No es grande este rey al cual sirvo, si me obliga y me permite aplicar tanto sufrimiento a estos esclavos indefensos.

 Y se hizo una promesa frente al dolor y el sufrimiento de esa gente.

 – Iré por el mundo buscando un rey tan grande y poderoso que satisfaga mi sed y mi anhelo de justicia.

Y así, con esa necesidad de encontrar un rey tan grande, el más grande del mundo que colmara sus ansias para entonces servirle, partió «El Réprobo» a recorrer los pueblos y ciudades como un desesperado, tal vez, o como un iluminado.

 – He de encontrar al supremo soberano y me postraré a sus pies.

En su interior, en su mente, no albergaba nada que no fuera la inquietante idea de someterse con todas sus fuerzas a ese rey anhelado. Pero aunque no lo sabía debido a su ignorancia, estaba huérfano de fe y deambulaba por el mundo sin derrotero ninguno…

Entonces, en su peregrinar por satisfacer el deseo de servir a un gran señor, estuvo al servicio de reyes poderosos que adoraban a Baal, el Dios de los fenicios, al servicio de príncipes y emperadores; se unió a caravanas de mercaderes en búsqueda del dios dinero y probó con avidez las mieles del placer y el desenfreno; abrazó religiones y causas libertarias… ¡pero todo era inútil! La sed insaciable de llenar su vida con el servicio al más grande rey del mundo, no se atenuaba ni desaparecía de su alma. Y conoció tantos lemas, enarboló tantos emblemas, adoró tantos dioses ¡pero todo era en vano! Esos mitos y dioses se derrumbaban con facilidad.

¿Podrá encontrar «el Réprobo» a ese soberano inmenso y absoluto a quien servir?

«El Réprobo», el hombre corpulento y de estatura casi gigantesca siempre estaba triste y desilusionado; miraba las cosas a su alrededor con abulia y desinterés. Toda su fuerza, toda su destreza se iban marchitando por el ocio y la pasividad; contemplaba sus manos membrudas, ágiles, capaces de doblegar cualquier resistencia, como dos mazas inútiles y torpes… ¡Inútiles manos de un legionario perdido!

Así, pensando cabizbajo y deprimido se internó en el bosque buscando un poco de paz, un poco de tranquilidad y serenidad para su atormentado ser. Era tan inmenso el deseo de encontrar el ser superior, al rey de reyes que colmaría sus inquietudes con su verdad y con su amor. Por eso, de vez en cuando se detenía para reflexionar y murmuraba de esta manera:

 – ¿No existirá en todo el mundo un ser con la bondad, el poder, la sabiduría y la entereza de ánimo capaz de dominarlo todo; de conquistarlo todo con su verdad, con su piedad?

No hallaba la respuesta a esa lacerante pregunta.

– ¿Dónde estás gran señor para servirte?

Y el silencio, como una oquedad, además era un vacío de todo ausente.

El soldado romano que abandonó el servicio del emperador Decio, que iba en busca del rey más poderoso del mundo llego un día, de esos días largos y pesados, a la orilla de un río caudaloso y furioso donde se encontró con un ermitaño. Ese apacible y bondadoso cenobita que plácidamente contemplaba caer la tarde en el bosque taciturno le dijo:

– El rey que tú buscas yo lo conozco, pero para servirle exige muchas cosas…

El antiguo soldado del emperador quedó asombrado, estupefacto por lo que había escuchado. Y le preguntó:

– ¿Cómo sabes de mí, de lo que pretendo y busco…, eres tal vez un hechicero?

El viejo ermitaño sin contestar a la pregunta continuó…

… Exige muchas cosas que tú no tendrás capacidad para hacer.

Luego, le habló de un rey llamado Cristo, le dijo de los méritos de su vida, su pasión, su muerte y resurrección. Le habló de los sacrificios, privaciones y ayunos a los que sus fieles servidores han de someterse para que este rey, amo de la bondad y de las almas, pueda admitirlos en su reino. Estas misteriosas palabras del ermitaño lo impresionaron profundamente, y de pronto en su burdo y tosco entendimiento empezaba, la semilla de la fe, a germinar poco a poco.

¿Será éste, el rey de reyes que esperaba encontrar el antiguo soldado romano a quien llamaban «El Réprobo?

Ante las palabras del viejo ermitaño «El Réprobo» se sintió conmovido; sin embargo, no se sentía capaz de poder soportar todos los sacrificios de que hablaba el cenobita. Su capacidad mental no asimilaba del todo lo que había escuchado sobre ese rey llamado Cristo.

– Tal vez ese Cristo que inspira al ermitaño es otro rey falso; otro rey al que sólo le importa el poder y los placeres…, otro que se derrumbará con la primera brisa. ¡Este no es el rey al cual yo busco!

Pero sentía la mirada del viejo penetrando en su interior como una puñalada; una acometida sin dolor que lo perturbaba y lo empujaba hacía el vacío, hacia lo desconocido… El santo cenobita al percatarse que su ánimo titubeaba todavía finalmente le dijo:

 – ¿Ves ese caudaloso río, que ruge como un animal salvaje sin control; que no se puede vadear sin grave peligro y que ha sido la causa de que muchos pobres caminantes hayan perdido la vida?

El viejo servidor de Roma dirigió sus ojos hacia el peligroso río y pudo ver en sus aguas tormentosas, moverse como si fuera un fantasma zigzagueante y atrevida, la presencia de la muerte.

– Pues bien, tú que eres vigoroso y de gigantesca estatura; podrías ayudar a los que tienen necesidad de vadearlo…

«El Réprobo» volvió a mirar despreocupado hacía el río que era como un reto para él, como una meta que debería alcanzar… El ermitaño continuó

 – Eso será muy agradable al rey que pretendes servir, a Cristo, y hasta confío en que acaso tengas alguna vez la dicha de verle.

Sin pensarlo mucho; sólo con la sensación de sentir que su servicio agradaría a ese rey que parecía bondadoso y noble, aceptó…, y le dijo al viejo:

– Pues si no es más que eso lo que exiges de mí – repuso «el Réprobo» – te prometo hacerlo por ese Cristo que ya tengo tantas ganas de conocer

El ermitaño sonrió y silencioso se apartó de aquél hombre extraño, que buscaba al rey más grande y poderoso del mundo para servirle

En tanto, el hombre fuerte y de elevada estatura, «El Réprobo», sentía cada vez más la necesidad de vadear el río de los peligros para ayudar a la pobre gente que lo necesitara… ¡Para agradar a ese Cristo!

¿Estará convencido al fin el antiguo legionario de haber encontrado al rey más grande del mundo?

Convencido que debía servir a los pobres caminantes en su afán de vadear el río, «El Réprobo» cavilaba sobre las palabras del ermitaño y sentía una tranquilidad en su alma, pero también una duda que lo acicateaba constantemente. El ermitaño le dijo que este rey, el Cristo, había muerto hace ya algún tiempo, por tanto…

 – ¿Cómo servir a un rey muerto, a un rey que ya no existía?…

– ¡Pero este rey que en su momento murió había resucitado …

Se decía con férrea voluntad, como si quisiera convencerse del inmenso poder y la grandeza de este rey al que llamaban Cristo y que al parecer había derrotado a la muerte.

 – ¡Oh rey Cristo, si estás vivo, muéstrame tu fortaleza y tu gloria!… ¡Déjame saber si eres al fin a quien desesperadamente busco!

A partir de aquél día «El Réprobo» se dispuso a construir una choza a la orilla del río, y desde entonces se puso a disposición de los caminantes que solicitaban su ayuda. Diariamente transportaba en sus corpulentos hombros a hombres y mujeres hasta el otro lado del río. Luchaba contra la furia de las aguas convencido que su labor agradaría al rey de la bondad que murió y resucitó…, Cristo el rey.

Una noche, agotado por las incidencias del día y agobiado por la tristeza de no saber si su sacrificio había llegado a los oídos de Cristo el rey, y en espera de una palabra o una señal de aprobación que lo confortara y lo aceptara en ese reino del rey muerto que está vivo, se disponía a entregarse al sueño reparador… Entonces oyó una vocecita que reclamaba su auxilio.

Salió el hombre fuerte de su choza y se asombró que a esas alturas de la noche, se hallara en presencia de un hermoso niño que quería vadear el río

 – Tarea fácil…

Pensó el buen gigante; y tomando con sus fortísimas manos el enorme báculo que le servía como soporte y como guía para avanzar por el vado, cargó en su hombro a la supuesta frágil criatura.

Pero al avanzar dentro del caudaloso río no tardó en darse cuenta de que el niño era excesivamente pesado…

Asombrado el gigante sintió, no sólo el peso excesivo del niño, sino que además en su pecho lo empujaba una presión indescriptible; mas en su mente, se aclaraban muchas cosas que hasta el momento no comprendía: el deseo por servir a un grande rey, ya no lo era; ahora es una inmensa satisfacción; la sensación de agotamiento se convirtió en el placer de servir a los demás; ahora sentía un profundo sentimiento por la gente que sufría.

¿Estaba «El Réprobo» dispuesto a aceptar los duros sacrificios para ser admitido en el reino de Cristo?

Mientras cruzaba el río, el gigante sentía cada vez más el enorme peso del extraño niño que llevaba en sus hombros; cada vez que levantaba el cayado para fijarlo en el lecho del río y así poder resistir la presión que le atenazaba las piernas, haciendo difícil lograr el siguiente paso, pensaba lleno de asombro y de sorpresa…

 –¡Válgame niño lo que pesas!

Y así, cuando llegó jadeante y extenuado a la otra orilla con su extraña y preciosa carga, el niño le dijo:

– No te extrañes si la carga te ha parecido tan pesada, porque no sólo llevabas a cuestas al mundo entero, sino también al que lo creó.

«El Réprobo» de pronto palideció y fijó su mirada en el niño que con naturalidad y sencillez prosiguió: diciéndole

– Yo soy el Cristo que buscabas, el rey poderoso a quien has servido hasta ahora ayudando a los pobres caminantes….

El niño calló por un instante y vio la expresión temerosa y vacilante de aquél hombre valeroso, y luego continuó…

–… Y para darte una prueba de la veracidad de mis palabras, haz lo que te voy a decir: Cuando vuelvas a la otra orilla del río, hinca tu cayado en el suelo cerca de tu choza, y mañana lo hallarás cubierto de flores y de frutos.

Y al decir esto, el niño misteriosamente desapareció dejando al gigante ex soldado de Roma en el más profundo estupor.

– No sólo parece un rey este niño… ¡Parece un Dios!

Era una exclamación surgida desde lo más íntimo de su ser; una expresión genuina de su admiración hacia el prodigioso niño que había llevado en sus hombros. El buen hombre, inclinando la cabeza, cruzó de vuelta el río y dirigióse a su morada. Era el silencio, en ese momento, el dueño de la noche salvo el estruendoso resonar del río. Sentóse bajo el umbral de la puerta de la choza y con la mayor serenidad y paz en su alma se dispuso a descansar.

Pero pensaba; en esa larga y fantástica noche, pensaba en las palabras pronunciadas por el niño:  

– ¡Yo soy el Cristo que buscabas!  

Entonces, se estremeció de gozo y de contento al contemplar la posibilidad de que esto fuera cierto. Se miraba en medio del río, en medio del mar y de las playas solo, con el tremendo sabor de la gracia y de la satisfacción de poder servir a los humildes en nombre de ese rey muerto que está vivo.

No sabía de lo que pudiera acontecer mañana, pero ésta, había sido la noche más grandiosa de su vida. Atrás quedaban los sinsabores, las frustraciones y las dudas que tanto atormentaron su alma a través del tiempo.

¿Estaba alcanzando «El Réprobo» la fe que siempre estuvo ausente alrededor de su mundo?

Sentado allí, bajo el umbral de la puerta, recordó la indicación del niño de hincar el cayado en el suelo al frente de la choza; y así lo hizo. Al fin su cansado cuerpo se dejó vencer por el sueño descansando profundamente hasta la mañana siguiente.

Al despuntar el día despertó con la expectativa de saber lo acontecido al frente de la choza.

 – ¡Oh prodigio!  

Exclamó asombrado y maravillado por lo que estaba viendo: El cayado se había convertido en una hermosa palmera florida y llena de dátiles.

El niño había cumplido su promesa y él contemplaba con sus ojos lo maravilloso del milagro. Todos los reyes poderosos a los que había servido; todas las causas por las que había luchado se empequeñecían ante la maravillosa palmera que había surgido del cayado florecida, llena de frutos.

Entonces comprendió que había alcanzado el fin que se propuso; encontrar el más grande, sabio y poderoso rey que había en el mundo. Este rey era el Cristo que le había dado a conocer el ermitaño silencioso que contemplaba el bosque taciturno aquella tarde. Se sintió inundado de un dulcísimo amor hacia aquél niño que cargó en sus hombros hasta el otro lado del río, agobiado y asombrado por su enorme peso.

Se alegró de su buena suerte; se sintió pleno de la gracia que se tomaba toda su alma y lleno de regocijo, se dirigió con paso firme y decidido al lugar donde se hallaban los cristianos que eran perseguidos; quería ser bautizado por ellos y reconfortarlos en la fe de Cristo.

Cuando recibiera y sintiera el agua transformadora y vivificante del bautismo resbalar por su cabeza y su cuerpo, se estremeció todo y reconoció que todo él era diferente; era como si volviera a nacer desde las entrañas de un Dios absoluto, sabio y bondadoso… ¡Reconoció y aceptó a Cristo como su rey, como su dueño!

Adoptó la palabra «Cristóforo» como su nombre cristiano, y significa «el que lleva a Cristo». Nombre que se transformó en «Cristóbal» siendo él el primer hombre en ser bautizado así. [1]

Desde ese instante Cristóbal empezó a confortar con su palabra; palabra que se había enriquecido con la fe cristiana y que surgió a la manera apostólica como si fuese venida por la gracia del Espíritu Santo. 

Toda la torpeza y el pobre entendimiento del antiguo soldado romano hoy llamado Cristóbal, sufrió una transformación milagrosa convirtiéndolo en un dulce y bondadoso portador de la fe de su rey… ¡El más grande del mundo, Cristo el rey!

¿Era el amor a Cristo el nuevo motivo que inspiraría a Cristóbal para servir a los que lo necesitaban?

El celo, el amor y la bondad que le imprimía Cristóbal a sus palabras en la propagación de la fe en Cristo, suscitaba a su alrededor innumerables conversiones al cristianismo de aquella época. Resultaba impresionante ver aquél hombre corpulento, de estatura casi gigantesca; pero de gestos bondadosos y palabras dulces que penetraban el alma de todos aquellos que escuchaban, referirse al sacrificio, la hermandad, la piedad por los que sufren; por los desamparados; por los perseguidos…, anunciarles el reino de los cielos a través del perdón y la misericordia de Dios.

Pero de igual manera concitaba el odio, la envidia y el desapego de los no creyentes que denunciaban maliciosamente, su credo y su peregrinar reconfortando al pueblo que sufría.

Había llegado a oídos del emperador Decio las múltiples conversiones que suscitaba el celo ardiente de Cristóbal; celo que se enfrentaba involuntariamente a la fe del Imperio Romano, socavando y debilitando la fortaleza de esos principios materialistas y paganos.

Decio, el gran emperador, mandó que una tropa de soldados fuese a prenderlo; y cuando se lo trajeron a su presencia, en Roma, le ordenó que dejase de predicar la fe de Cristo.

 – ¡Te ordeno que ceses de hablar de ese falso Dios de los cristianos!… ¿No ves que esto te convierte en reo de muerte?… ¡Adorad a los dioses de Roma!

Cristóbal permaneció silencioso ante las palabras del emperador; pero en su interior, se formulaba estas profundas interrogantes:

– ¿Dejar de predicar la fe del más grande rey del mundo…, abandonar los designios de Cristo?

Pensaba Cristóbal frente al poderoso emperador romano que perseguía y torturaba al pueblo de Cristo.

Indudablemente que Cristóbal se negó con entereza. Con la convicción más arraigada de saber que todo lo que hacía en nombre de su rey, de Cristo el rey, era agradable a los ojos del altísimo.

Para demostrar al emperador el poder de Cristo hizo una señal a los soldados que lo habían prendido y éstos exclamaron a coro:

 – Sabed oh Decio, que también nosotros somos ya cristianos y creemos en el verdadero Dios. 

Al decirlo arrojaron sus armas al suelo… Todos los presentes se admiraron y se asombraron de aquella demostración de desprendimiento y fe cristiana. Todos murmuraban de la convicción de Cristóbal al negarse a renunciar a Cristo.

– ¡Oh gran Decio, emperador de Roma, jamás renunciaremos a la fe de Jesús, el Cristo, nuestro rey y señor – Sentenció Cristóbal.

El emperador, herido profundamente en su orgullo, en su condición de amo del mundo; grandemente estremecido el prestigio de Roma, enfurecido mandó que los soldados fuesen decapitados, y Cristóbal sometido al suplicio.

Los soldados martirizados por el emperador Decio, murieron con la serenidad y la firmeza que produce el valor y la verdad en la conciencia… ¡Murieron con el nombre de Cristo entre los labios!

¿Puso Cristóbal su vida en manos del sanguinario emperador romano al negarse a renunciar al celo y a la propagación de la fe cristiana?

Cristóbal fue sometido al suplicio; es decir, el lugar donde sería torturado y sufriría los peores tormentos y vejaciones que cualquiera pudiera imaginar. Sería atormentado con los más fuertes castigos hasta morir. El emperador Decio quería sentar un precedente con Cristóbal; quería darle al mundo un mensaje de muerte y destrucción de la vida de aquellos que seguían el cristianismo, y se oponían a los dioses romanos. El suplicio y la muerte de Cristóbal servirían de escarmiento a los cristianos.

Los verdugos, cumpliendo la orden del emperador, se apoderaron de Cristóbal, el gigante convertido a la fe de Cristo y lo clavaron en un escabel. Un asiento ocasional pequeño hecho de tablas sin respaldar; le rodearon de leña lo suficientemente seca, y después de haberlo rociado profusamente todo con aceite, incluso el cuerpo de Cristóbal, le prendieron fuego.

Las llamas inmediatamente alcanzaron considerable altura rodeando y quemando el escabel; ocultando a los ojos temerosos, desorbitados, espantados de los que presenciaban las torturas al cuerpo de Cristóbal; pero el gigante que había depositado su fe en Cristo salió milagrosamente ileso de las llamas.

– ¡Esto es hechicería…!

Gritaban los seguidores del emperador que esperaban ver calcinado por el fuego el cuerpo invicto de Cristóbal.

– ¡Es el poder en la fe del Galileo…, es el poder de Cristo quien lo ha salvado…!

Exclamaban otros, que al sentir el impacto emocional de lo acontecido, se convertían a la fe del rey de los cristianos.

– ¡Es un prodigio…, es un milagro de Jesús el Cristo!

El número de conversiones que provocó la misteriosa salvación de Cristóbal del fuego abrasador de las llamas, fue considerable. Y considerable también fue la frustración y el furor del emperador Decio, y con aquél odio ciego hacia Cristóbal, mandó que éste fuese atado a un poste y acribillado de flechas: Doce horas continuas dicen que estuvieron tirándole flecha los soldados, pero ninguna llegó a herir el cuerpo de Cristóbal.

– ¡Parece estar protegido por una invisible coraza…!

Vociferaban los soldados temerosos, y muchos se convirtieron en ese momento, como también otras personas que estaban entre la multitud.

El milagro de Jesús el Cristo al salvar de la muerte en dos ocasiones a Cristóbal, llegó a conocimiento del sanguinario emperador Decio. Esto aumentaba el grado de decepción y odio hacía Cristóbal, quien invicto ante la muerte, estaba gozoso de que su suplicio sirviera para demostrarle al mundo el gran poder y la bondad de Cristo el rey.

¿Fueron los horrores del suplicio los que templaron la fe del gigante cananeo Cristóbal?

Los maravillosos prodigios que provocaban los tormentos de Cristóbal, prodigios que siempre culminaron con salvar al gigante de la muerte decretada por el emperador Decio, aumentaban la saña del rey verdugo. Así pues, en odio tenaz, éste ordenó que el glorioso portador de Cristo fuese decapitado 

No obstante, Cristóbal acariciaba en su mente la idea de que su vida iba a terminar. Se preguntaba tristemente conmovido, si su rey Cristo permitiría su muerte. Y estando ensimismado en esos intrincados pensamientos, conoció de la sentencia de su muerte por decapitación dictada por el emperador romano.

 – ¡Te condeno a morir decapitado en el cadalso por servir al falso Dios cristiano!

Cristóbal escuchó con suma alegría la sentencia; esto le produjo el inmenso deseo de unirse ya a su amado rey. Tan deseoso de ello estaba Cristóbal que le suplicó profundamente a su Señor, el Cristo, que dejase consumar el sacrificio.

 – ¡Señor, mi amado Cristo, que me has salvado de las garras de la muerte en varias ocasiones, y me has permitido servirte con toda mi voluntad y mi ser, permite que esta vez yo muera para estar siempre contigo!

Fue conducido al cadalso; es decir, al tablado que se levanta para el cumplimiento de la pena de muerte. Lo llevaron allí con el ritual propio de las ejecuciones ejemplares; pero antes de que el verdugo para cumplir con lo que le fue ordenado, descargara el golpe fatal de la espada, Cristóbal lleno de serenidad y de amor por los demás, dirigió al Señor una fervorosa oración…

 – ¡Oh mi Señor, el rey más grande y bondadoso que haya existido, te suplico con toda mi alma que protejas a todos aquellos que invoquen mi nombre!

El silencio en la multitud era profundo. Se podía tocar con las manos tal silencio. Al instante, una voz celestial advirtió a Cristóbal con estas palabras:

– ¡Cristóforo…, Cristóforo…, gigante portador de Cristo te digo que tu bondadosa petición ha sido bien acogida…!

Entonces San Cristóbal – que ya era santo – al igual que Jesús cuando entregó el espíritu a su Padre en la cruz, ofreció tranquilamente su cuello al verdugo para ser decapitado.

Así nació la leyenda clásica de «El Réprobo», el gigante exsoldado romano que se convirtiera en el «Invicto Mártir San Cristóbal…, en Nombre de la Fe de Cristo».

Cristóforo (o Cristóbal) quiere decir «el que lleva a Cristo». Y en efecto, llevó a Cristo de cuatro diferentes maneras: en sus hombros, al pasar un río; en su cuerpo, por los tormentos que padeció; en su alma, por la acendrada piedad; y en sus labios, porque predicó con abnegación su doctrina.

Por Juan B De Gracia.

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