LA  COMAITA

Se dice que en Chepo había una bruja llamada la Comaita, ella llegó sola a este pueblo, esta señora vivía frente al jardín el Zoilita, toda la población sabía que era bruja
Juanita Ríos

La Comaita (Juanita Ríos, oriunda de la provincia de Herrera) la bruja que se convertía en gama.

Se dice que en Chepo había una bruja llamada la Comaita, ella llegó sola a este pueblo, esta señora vivía frente al jardín el Zoilita, toda la población sabía que era bruja, se decía que cuando pasaba un entierro, ella se paraba en la puerta de su casa y lloraba desconsoladamente. En Villa Habana habían unos campesinos que hicieron un frijolar, ya que eran recién llegados, no tenían tierras, la señora Chila Batista les cede una parcela, cuando los frijoles estaban para la cosecha, aparecía una gama a comérselos en las noches, los hombres le hacían tiros tratando de matar a la gama, más no le hacían las balas, y ya cansados un día pensaron que era algo malo y deciden curar el tiro, cuando llega la gama a comer, le disparan hiriéndola en una pata, ellos la siguen por el rastro de la sangre que iba botando, sube la loma de Santa Rosa, llegan cerca donde queda el jardín Zoilita y se dan la vuelta, sabiendo que se trataba de la Comaita. Pasó mucho tiempo con su pie forrado, pero nunca quiso decir lo que le había sucedido, hasta que murió (hoy día hay un sobreviviente de este hecho).

“LA COMAITA” por Juan B De Gracia»

           Delgada, como una espiga doblada por el viento, su caminar era lento pero largo y esbelto, rumbo al río bajo el sol inclemente que laceraba su cuerpo cobrizo de india.

           ¡La Comaita…! y era bruja también, porque estaba sola con una soledad dolorosamente cruel; sus años eran inciertos, pero eran muchos y apasionadamente misteriosos; era vieja, pobre y con el orgullo secular de los dioses en su frente. Se llamaba Juana… Juana Chico, me dijeron muchas veces cuando inquisidor, deseaba saber el misterio de su vida. Había tantas interrogantes en la profundidad de su rostro, que me la imaginaba a veces como uno de esos libros ocultos donde se encontraban todas las palabras del misterio.

           Me gustaba verla a menudo cuando pasaba temeroso frente a su casa, y con el corazón violento en su latir por la emoción, miraba de soslayo hacia su puerta; entonces la descubría serena, sentada en una desvencijada silla mecedora antigua que no tenía brazos, con el cabello suelto, toda vestida de limpio peinándose despreocupada, dueña del ángelus y de la tarde.

           Parecía cantar en su silencio o, tal vez, era una plegaria diferente para un dios diferente también y yo me regocijaba dentro de mi asustada inquietud, al verla plácida mecerse los cabellos como una doncella que juega con sus sueños.

           Hoy la recuerdo con dolor, con tristeza; con una sensación de pena por no robar unos minutos al temor y conversar con ella, para saborear sus grandes secretos de cuentos y de sueños…; si es que en verdad los tenía.

           Muchas veces cuando nos reuníamos a jugar los alegres juegos de niños, para sobrellevar un poco la furia del sol de mediodía la encontrábamos solitaria, triste en medio de la calle con una carga de leña sobre su cabeza cana; sudorosa, fatigada, hambrienta; pero siempre altiva y valiente, dueña de sí misma sin pedir una ayuda en su calvario, ni un poco de luz en su miseria… Nosotros la veíamos acercarse y corríamos despavoridos, asustados por la presencia de la bruja gritando:

           -¡Viene la Comaita…! ¡Corran! ¡Viene la Comaita…!

           Ella entonces imperturbable, sin desviar su mirada, sin detenerse; reía graciosamente con una risita imperceptible, que para nosotros era como una complicidad con el demonio para silenciarnos… La Comaita, la dueña de nuestras emociones, la que era motivo de pavor para la chiquillada…, llegaba a su hogar en solitario, y en solitario también rumiaba su falta de alimento y su pobreza.

           Mis hermanos y yo creíamos conocerla lo bastante como para opinar acerca de ella, porque las puertas de nuestra casa saboreaban su silueta cada día, cuando la pobre viejita llegaba a nuestro hogar y conversaba un fugaz instante con mi abuela –quien era su amiga-, mientras llenaba la vasija con agua de nuestra pluma, y se sentaba a veces en un banco; yo creo que a abrazarse un poco del calor de hogar que le brindábamos… Allí la bruja era distinta: se parecía a mi abuela y a mi casa; nosotros entonces como arrobados la mirábamos hablar, reír, botar sus silencios un momento y plegarse a la belleza de la tarde, que radiante, la envolvía haciéndola girar desposeída cuando mi abuela le brindaba una taza de café y un cuento nuevo… Pero allí también recogía su miseria y la guardaba tras la sombra de su impenetrable misterio…, y nosotros sabíamos que era feliz al menos en las tardes plomizas cuando llegaba a nuestra casa cada día.

           En una de esas veces en que nos regocijábamos haciendo víctimas a los demás de nuestras burlas y escarnio, se nos presentó la oportunidad para probar el valor de algunos de nosotros, y a la vez descubrir, más allá del dolor que no expresaba, el enigma de esas lágrimas que siempre vertía cada vez que el cortejo fùnebre de alguna persona, pasaba frente a su casa rumbo al cementerio.

           No sé en qué forma lo supimos o si acaso el suceso fue cierto o fue producto de la maldad y la travesura de alguno de nosotros. Chino, un compañero de juegos que era mayor, más ocurrente y travieso que todos, nos informó que un hermano de la bruja, que vivía no sabía dónde, había muerto y él, como un favor hacia la vieja debía darle la infausta noticia; sólo que necesitaba a uno más para acompañarlo, y así la Comaita no dudara de su aseveración… Todos nos asustamos y nos excusamos para no participar. Tendría que ser muy peligroso ser parte de una acción como esa; ella podría “echarnos una maldición” o convertirnos en algo feo y despreciable para vengarse de todas las maldades que le habíamos hecho.

           A fin de cuentas, yo decidí acompañar al Chino a la peligrosa misión, puesto que la vieja siempre había demostrado cierto afecto hacia mí, y eso me daba seguridad de que su reacción no iría encaminada a hacernos daño alguno.

           Llegamos, cruzamos el umbral de la puerta y avanzamos hacia el interior de la vieja casa. Bastante lejos, los demás chiquillos nos observaban y sonreían temerosos, prestos a salir en fuga tan pronto oyeran o vieran algo anormal dentro de la casa… Ella estaba sentada en su vieja silla mecedora sin brazos, pensativa y ajena a lo que le esperaba…; nos miró un momento, tenía el rostro adusto y preocupado; nos hizo avanzar hacia su lado y al verme cerca me sonrió y me acarició el brazo…

           -¡Comaita, venimos a decirle que la acompañamos en su sentimiento por la muerte de su hermano…!

           Sólo emitió un llanto delgado y penetrante, recorrió varias veces el área de la estancia; luego se sentó y con un gemido entre cortado nos dio las gracias.

           …Estaba descalza como siempre; el cabello con dos delgadas trenzas como siempre; su mirada era penetrante y daba miedo como siempre…; pero yo pude descubrir un dolor profundo y lacerante en esas negras pupilas que hurgaban en mis ojos, como si quisiera descubrir de un golpe que su soledad era falsa, que el amargo sabor de la tristeza en sus labios, sin besos y sin canto, era un sueño fatal que terminaría de pronto y no habría más soledad.

           Hubo mucho dolor en ella. Nosotros también fuimos raptados al momento de amargura y no reímos ni corrimos; sólo estuvimos allí mirándola en silencio; porque en silencio y meditabunda quedó meciéndose rítmicamente, dando a entender que su pena hubiera quedado guardada en algún rincón de la destartalada casa…; quedó sin derramar una lágrima más en su amargura…

           Hoy la casa ha desaparecido, nadie la recuerda ni la nombra y todos vamos caminando la vida hacia la vida. Pero yo si la recuerdo con dolor, con tristeza, con una sensación de pena por no robar unos minutos al temor y conversar con ella, para saborear sus grandes secretos de cuentos y de sueños… ¡Tal vez en solitario!

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