Parecía una estatua de bronce y era viejo. Caminaba orgulloso por las calles llevando en su memoria todos los cuentos que atesoró su vida. Algunas personas vacías, lo llamaban loco; porque era diferente y eso era todo. Porque jamás pudieron comprender la catadura de su alma que mostraba una personalidad encantadora, misteriosa y sabia.
Don Miguel era mediano de estatura, delgado y moreno, con el cabello largo (casi siempre despeinado) y sus vestiduras eran pobres y raídas. Cuando aparecía misteriosamente por las noches, con su cayado fuerte entre las manos, semejaba al Bautista del Jordán; predicaba entonces una filosofía de austeridad, de limpieza espiritual y de arrepentimiento. Su voz retumbaba como el trueno en la tormenta. Sus gestos enloquecidos, nos parecían las sentencias dictadas por el profeta para condenar el pecado; y así, éramos todos presas del temor por nuestras debilidades.
Hablaba de Dios y su magnificencia, de Jesús y su bondad, de San Cristóbal su poder y fortaleza…, hablaba del pecado: decía que éste era el error voluntario y degradante que el hombre cometía a diario en su experiencia evolutiva, retardándola…; hablaba también de la ciencia y la cultura, y recitaba poemas y trozos de oratorias famosas… ¡Pero lo llamaban loco…! ¡El profeta…! ¡El Resucitado!
Se cuenta que sus pies jamás fueron calzados. Que no comía carne y sólo se alimentaba de vegetales como los ascetas de la antigua Grecia. Caminaba diariamente temprano en las mañanas, hasta el río, para bañarse y meditar al sol… Y entonces era humano rumiando su pobreza y sintiendo la espalda de la gente ante sus necesidades. Cuando caminaba hacia el río, iba dejando una pilita de pequeñas piedras – más o menos a cada 100 metros de distancia – en línea tan recta como si hubiese sido medida con algún aparato de precisión. La gente por su parte, al verlo realizar esta incomprensible tarea, de inmediato calificaba de locura esa actitud.
Se agobiaba de la soledad del despreciado y mitigaba su dolor pensando, tal vez, que su espíritu se fortalecía y se templaba con la prueba del sufrimiento… ¡Pobre espíritu libre que no encontraba espacio para sus inquietudes, sueños y temores!
Era impresionante verlo en las misas de Resurrección en las Semanas Santas del pueblo: Al momento en que el sacerdote anunciaba la Resurrección de Cristo, en ese preciso instante, Don Miguel adoptaba una posición erguida, recta, imperturbable y levantaba la mano derecha mostrando la señal del Salvador, indicando con sus dedos el saludo fraternal y místico de los “Esenios”. Parecía de alguna forma iluminado y radiante como el hijo del sol, como el elegido; apretando con su mano izquierda el cayado que lo acompañaba al igual que un Moisés de tiempos imprecisos.
¿Qué impulsaba a este hombre singular a actuar en esa forma…? ¿Era en realidad un demente que imitaba la salutación de Cristo?
Vuelto a la realidad, se veía alegre, contento y mostraba una sonrisa desquiciada y nerviosa, como aquél que hubiese transitado las dificultades y pruebas más duras de su vida, y que al fin emergía victorioso y triunfante de las mismas.
A veces en las tardes, cuando el sol buscaba la esquina inicial de su pendiente, y declinaba la furia de sus rayos, Don Miguel se reunía con la chiquillada a veces temerosa, a veces despreocupada y fácil; pero siempre ávida de escuchar la palabra del “loco” y conocer de la sabiduría de sus “locuras”. Nos hablaba del conocer las cosas de la vida, del valor inestimable de los libros; nos indicaba también cómo llevar una vida saludable, y las cualidades curativas del limón,. la papaya, el mango y otros vegetales. Al verlo así, recostado en el suelo y desenvuelto; majestuoso al incorporarse para dar énfasis a alguna frase lapidaria, recordaba en su figura de justo a Sócrates impartiendo y compartiendo sus conocimientos con la juventud… Era Don Miguel el Sócrates de nuestras inquietudes.
Solía ir al rio todos los días pasaba con una vasija y llevaba limón, para ponérselo después del baño.
Sin embargo, había algo de este gigante que yo no conocía, hasta que después de mucho tiempo, en compañía de varios muchachos como yo, lo visitamos sin él estar presente: su morada. El lugar atesorado por este hombre para reposar, para reflexionar; para expresar el vuelo de su mente y sus sueños de incomprendido, donde su cuerpo cansado pudiera abandonar la vigilia y dormir las noches de su vida… Era un cuarto sin luz en una vieja y desvencijada casa, cuyos dueños ausentes, tal vez nunca supieran de la presencia del misterioso huésped.
Había dentro del cuarto una cama sin colchón, sólo pedazos viejos de cartón y madera fea; dos sillas viejas y dañadas; una mesa incompleta taciturna y vacía; pero muchos libros – como dos docenas – y cierta ropa vieja tirada en el descuido… Se sentía un ambiente misterioso y tétrico; oscuro y húmedo; pero que fascinaba profundamente por la conformación irreal que presentaba… ¡Ahí vivía y dormía Don Miguel…! Con sus esperanzas truncas y sus sueños vencidos; como si estuviera de vuelta de una guerra inconclusa.
Don Miguel se fue achicando ante los ojos de una juventud irreverente y sin valores que, cada vez con más ahínco, le mostraba su irrespeto y su escarnio haciendo mofa de su figura y sus palabras… Y él también era más débil, luciendo siempre más cansado. Como una forma para desarmarlos, se dejaba llevar por la corriente de sus irrespetos…, y así dejó morir – en apariencia – la trascendente estatura que ostentaba.
Su muerte física, su deceso, lo fue tal vez en solitario igual que su peregrinar adusto y doloroso, enfrentando el desdén y la vileza de seres incompletos que viven siempre cual enanos…, sin descubrir su tamaño.