
Una de las costumbres más hermosas de nuestro pueblo, en el pasado, – entre los años cincuenta y sesenta – lo fue la serenata; porque demostraba entre otras cosas, el alto grado de fina sensibilidad de la juventud de esa época, al expresar con dulzura y sentimiento, su capacidad de amar y de entender a la mujer como el destino final de nuestras inquietudes y vivencias. ¿Cuántos matrimonios y uniones libres que aún perduran no nacieron a raíz de una hermosa serenata?
El vuelo de las voces jóvenes y las melodiosas notas que escapaban de las cuerdas y violines; la nerviosa animosidad que se apoderaba del oferente; el silencio cómplice de una noche abierta, cuyas sombras eran matizadas por el esplendor de una casquivana luna de verano, eran los componentes mágicos de nuestras serenatas.
Pero lo señalado con antelación, era sólo la culminación de una noche de fiesta, puesto que se iniciaba todo – casi siempre – con una tertulia de canto, música y poemas en el parque; el que se tornaba de pronto en un amplio escenario natural de la belleza. En este escenario, se manifestaba la profunda convicción de una juventud que se exigía ser joven: joven, más allá del espacio sin futuro; joven, más allá del atavismo secular de ser atrevidos e inconformes; jóvenes, más allá de la pobreza que se amarraba a los pasos y las manos de nosotros – mozalbetes- pretendiendo detener y atenazar nuestros vuelos imprudentes.
Las noches de verano en el parque «San Cristóbal» de Chepo, en aquellos años, eran símbolo y muestra de que la época estival tenía una significación muy profunda para los muchachos que hicimos de estas jornadas nocturnas veraniegas una expresión viva de lo que en síntesis éramos: ¡solamente jóvenes!
Durante la década de los años cincuenta, en nuestro pueblo, las canciones vibraban cada noche, como una recurrente función de magia y encanto popular… «agacha tu sombrerito / y por debajo mírame / y con una miradita / di lo que quieras hablarme…» La tonada era un bambuco colombiano que desgranaba la voz – en tono alto, metálico y penetrante – de Amado Luna quien, inclinándose abrazaba la guitarra cariñosamente haciéndola decir desde sus cuerdas, la gama de belleza y sonoridad que había en sus dedos mágicos…; Pedro Rodríguez, Leo Souza, Rafaelito Quintero, los Hernández, Marcelo Sánchez, Billo Quintero, Enrique De León (el Plebeyo), Carlín Jiménez, Tito Chez…; la melodiosa, grave y vibrante voz de barítono de Roberto Alvarez imitando – si se quiere – a Lucho Gatica… «Dicen que la distancia es el olvido / pero yo no concibo esa razón…» Eran voces y sentimientos naturales y sencillas que hablaban de la grandeza de espíritu de nuestros jóvenes.
«Cuando mis canciones volaban por el aire…» las muchachas, todas hermosas, se pavoneaban paseándose coquetas alrededor de los chicos que cantaban en un interminable desfile de belleza…; y todos y todas formaban parte del coro vocal o del aplauso para premiar a los trovadores del momento… «perdón cariñito amado / ángel adorado dame tu perdón…» ¡Qué expresión más hermosa (casi mágica) de la juventud de mi pueblo, cantando al unísono a la vida su sentimiento joven y limpio, para decir que estaban vivos…; que por vivir cantaban!
Ya para la década de los años sesenta, sin que significara un relevo de generaciones, surgieron nuevas voces y nuevos ejecutantes de la guitarra que fueron signando una serenata algo diferente; puesto que con dedicatorias líricas, poemas y la canción hablada, dijimos de las inquietudes y afanes de nuestra generación en las cosas del amor y la bohemia.
Con las guitarras de Chí y Rafaelito; con la armónica de Papito Rodríguez; con las voces vibrantes de todos ellos, Julio Ruiz, Carlos (Flaco) Bonilla y Armando (el chiricano) y los poemas de Hugo y Juan Jeanine matizábamos una serenata propia de nuestros días, en que el bolero incursionaba en los ritmos animados y el rock.
«Pues bien, yo necesito decirte que te quiero / decirte que te adoro con todo el corazón…;» era la voz profunda y de emotividad envolvente del declamador, que rasgaba casi sin advertirlo el silencio de la noche estival, y al pasar la cuarteta del «Nocturno a Rosario» del poeta mexicano Manuel Acuña… entre sus palabras finales se mezclaba la fina sonoridad de la armónica de Papito y el requinto de Rafaelito, con las voces nuestras acompasadas e in crescendo que decían… «Tú como piedra preciosa / como divina joya valiosa de verdad / si mis ojos no me mienten / si mis ojos no me engañan / tu belleza es sin igual… Y allá en el lecho, con el rostro pegado a la almohada, muy quedamente…, como si fuera un sueño entre la duermevela… Laura escuchaba –penetrando sus sentidos – la hermosa interpretación del bolero «Gema» que le regalaba esa noche en serenata Everardo, como una prueba suprema más de su cariño.
