Para el 1915 existían dos parteras en Chepo, Atanasia Villa (Madre de Minga) y Marcelina Cañate.
A través de las manos de esta mujer vieron la luz por vez primera una gran cantidad de niños durante varias generaciones. Es que Minga, la partera, con sus mágicas manos y su mística voluntad de misterio y de fervor; con su mirada de comprensiva actitud de madre amiga; con su constante deambular de parto en parto, dignificó a la mujer para ser madre. Se guardó para sí la humildad, el saber y la destreza de su madre, para ser ella madre secundaria mil veces en mil partos… ¡Minga, extendiendo sus brazos, era imagen de bienvenida celestial a los nacidos!
Dominga de Mosquera nació en un remoto lugar de Bayano llamado Jesús María, (donde existió uno de los primeros ingenios azucareros del país) en el distrito de Chepo, el 27 de noviembre de 1905, año del Señor. Su niñez fue difícil como la niñez de todos los hijos de las mujeres pobres en los campos olvidados como Jesús María; su juventud fue de sueños y esperanzas en espera tal vez, de algún prodigio de Dios que nunca fue… Como la tempestad que se atesora a sí misma, para hacer del tiempo su amigo y compañero…, así Minga se hizo un tesoro para los brazos de su amante esposo y compañero (curiosamente también Domingo) desde ese momento… ¡Y para toda la vida!
Fueron trece los hijos que alumbrara, de los cuales, sobrevivieron cuatro varones y cinco niñas. Un ejército de nietos y bisnietos, como semejanza quizás, del ejército de niños que ayudara a nacer con su palabra amiga y sus manos de seda. Minga fue la partera de varias generaciones de mujeres; madres e hijas, desde la primera mitad del siglo pasado, cuando las condiciones eran muy precarias, dadas las situaciones de insalubridad, la lejanía, la ausencia de comunicaciones, los caminos inseguros, sin luz eléctrica… Atendió innumerables partos ayudada con sólo la luz de una “guaricha” o alguna vieja lámpara de kerosene.
Para atender los partos en los sitios alejados se transportaba a caballo, en botes, en las viejas “chivas” del pueblo y en otras tantas ocasiones caminando por varias horas, por esos caminos inhóspitos perdidos y errabundos.
Según el testimonio de sus hijas mayores, en diversas ocasiones tenían que llevarle los alimentos a lugares poco lejos del pueblo, porque Minga no quería apartarse de la mujer que asistía; y también a veces, para compartir con ella su alimento dada la precaria condición económica de la familia… ¡Minga era pobre, pero supo ser pobre con su profunda solidaridad…! Los emolumentos y la retribución económica que recibía por su labor como partera, significaba las donaciones que las pobres familias le daban en especias, como por ejemplo: una gallina, verduras, arroz y otros; pero, muy poco dinero, y a veces la familia era tan pobre que no tenía nada que obsequiar a la partera por su inestimable servicio.
Cabe destacar, al presentar con nuestras líneas a esta buena y singular mujer, que cuando asistía a madres embarazadas en lugares muy remotos para ese tiempo, como Martinambo, Espavé, Pacora, Petraco, Platanares y otros, permanecía en estos lugares durante varios días en espera del parto; pero, mientras tanto, brindaba la atención necesaria y los consejos que sus conocimientos y experiencias le facilitaban. Con el sólo tacto de sus dedos en las partes pertinentes de la mujer embarazada, bastaba para que supiera si el parto estaba próximo o si había de esperarse un tiempo más.
Al enfrentar un posible parto peligroso más allá del riesgo normal, lo primero que hacía nuestra partera, era recomendar a la futura madre y sus familiares trasladarse a un hospital o en su defecto, a la Unidad Sanitaria para que tuviera además, alguna atención médica profesional. Realizaba muchos partos con la seguridad de que concluido éste, la madre y el niño debían ser atendidos por un profesional. Quizás fueron éstas algunas de las razones para que nunca perdiera una criatura durante el trance. Es decir, entre otras cosas, la seguridad en los niveles de higiene y la adecuada condición física y nutricional.
Minga era una partera determinada y valiente a la hora de tomar una decisión; así nos lo confirma el testimonio de su hija Maritza.
“En una ocasión llegó a mi casa la chiva de Abuelo con una mujer embarazada que le daban ataques epilépticos, para que mi mamá la revisara. Yo me encontraba en la cama durmiendo con una de mis hermanas, entonces, con rapidez y decisión Minga me sacó de la cama y acostó a la parturienta que en ese preciso instante empezaba a parir “Todo resultó satisfactoriamente!”.
La dedicación y el profesionalismo de Minga la partera era de tal magnitud, que en los primeros años de la década de los sesenta, el recordado doctor Donaldo Pertúz en primera instancia se opuso a que Minga continuara realizando su labor, ya que –según él- no tenía los conocimientos mínimos necesarios; pero al observarla en su labor se impresionó de tal modo, que lo motivó a darle lecciones instructivas para aumentar y complementar sus conocimientos. De igual forma, sucedió con su entrañable amigo, el eminente ginecólogo panameño de fama internacional, el doctor Gaspar Arosemena. El famoso galeno le propuso asistir partos en el hospital Santo Tomás; pero Minga declinó aduciendo que entonces Chepo se quedaría sin partera.
Minga vivió 105 años, dejó su huella marcada en la historia no convulsa de nuestro pueblo. Recibió entre sus manos el futuro de un pueblo con sus niños. Una de las cosas más importantes – siempre decía – era la preparación del ánimo, el valor y la disposición de la futura madre; porque – según nuestra opinión – la seguridad y el deseo de dar a luz a un hijo, ante Dios, misteriosamente facilita las cosas.
Para el año 57 al 64 llego a Las Margarita la señora Enriqueta de tés morena y la otra fue Fulvia Ruiz, de Chepo.
Por: juan B de Gracias