Carreras de Caballo en Chepo

Así se agolpaban los chepanos, llenos de euforia y disfrutar de las carreras de caballos.

Por JUAN B. DE GRACIA.

¡ALLÀ ARRIBA LO COGEMOS…!

Para transitar el recuerdo de un pueblo como el nuestro, no bastan los elementos rígidos con que los parámetros formales de las costumbres sociales, en convivencia, nos señalan. Hace falta más, más de la inventiva del hombre; más de las sugerencias del entorno. Es decir, más del vuelo fantástico de los sueños; y más de las ocurrencias de los soñadores… Al recordar las carreras de caballos en Chepo, recordamos los caballos de Juaco por su proximidad a la excelencia; por sus fantásticas figuras de animales criollos, los de Bosco; y por su permanente posición de favoritos con su actividad física sobresaliente, el caballo palomo de los Loaiza y el enorme rosillo de la Providencia.

Estos dos últimos protagonizaron una justa que alcanzó ribetes de carrera de gran altura, de renombre y simpatías, dentro y fuera de Chepo; ya que el día del evento el pueblo se llenó de visitantes de todos los lugares aledaños, en especial de Pacora, de Tocumen y la ciudad capital.

Cuando se realizaban las carreras de caballos en Chepo se movilizaban todos los grupos de la comunidad, y se impregnaba de fiesta popular la gente nuestra.

Las carreras eran competencias que surgían, en muchos casos, de disputas verbales entre los dueños de caballos que vociferaban al máximo las cualidades equinas de sus animales…, de allí surgían los retos y las apuestas respectivas alcanzando grandes sumas. Lo que se generaba alrededor de estos retos y apuestas, era una fiebre que crecería con el tiempo dados los elementos de ponderación y de valoración que se repetirían más y más en el parque, las calles, y en las mismas casas de los chepanos. También se generaban apuestas paralelas y acaloraban más el ambiente de las carreras de caballos.

Luego de retos, emplazamientos, intrigas (con la sana intención de la competencia), recados, respuestas y otras modalidades de confrontación se llegaba al acuerdo de la justa… Se fijaba la fecha y el monto de la apuesta: se acordaban los términos de la carrera: ruta, jueces, partida, metas, jinetes, fustas, desarrollo de la conducta en la carrera y otros que se incluían en el documento legal, firmado por las partes y testigos para normar la competencia.

Los meses subsiguientes, antes del día de la carrera, el ambiente se enriquecía con las opiniones y las discusiones entre los diferentes simpatizantes de parte y parte… En la bocacalle, en la escalera, en el mercado, en las cantinas; y hasta en la escuela, entre los niños, se discutía del posible resultado de la tan mencionada disputa de caballos.

En tanto, los cuidadores de los animales creaban un ambiente misterioso que rodeaba la preparación y el cuidado de los equinos. Se hablaba de los últimos tiempos alcanzados por los caballos; de la manera descansada, ágil e inteligente de conducción que cada jinete tenía; de la alimentación especial que se le brindaba a los cuadrúpedos… Hasta se consideraba, según algunos, la participación de brujos y sanadores en la preparación del animal competidor. Era sumamente importante la seguridad del caballo, por lo tanto se cuidaba de una manera especial que los contrarios en la disputa no enviaran a personas de su confianza, para «aguaitar» al animal en las noches, con el fin de comunicar de las condiciones y eventualidades en la preparación del mismo.

Cuando se celebraban las carreras de caballos en nuestro pueblo, se producía una transformación en el carácter y la conducta de la gente. Ese día, al despuntar el alba, encontraba a los dueños y preparadores con un talante descompuesto; inquietos, alterados, irascibles; con una conversación parca, una mirada huidiza y un deambular cabizbajo que decía de sus niveles de preocupación.

No obstante, el resto de la población se volcaba a las calles – en especial la calle San Cristóbal, la plaza, la bocacalle y los sitios aledaños – se apretujaba en las cantinas, en el parque…, recorría –como si fuera un desfile en dos vías – toda la extensión de la calle principal a pie, a caballo, en cabalgatas… Era una invasión de caballos y jinetes… ¡Todos los caballos del mundo metidos en la bocacalle! Y las mujeres de mi pueblo, hermosas, luciendo en sus cabezas flores y tocados alegres; en sus manos palmas y guirnaldas, marcando con su toque de belleza, colores y alegría la gran tarde festiva de nuestro pueblo durante sus famosas competencias equinas.

Para los hombres el licor, la perorata y las reyertas, porque durante ese día se producían varias pendencias y tumultos. Algunas sencillas sin ninguna importancia; pero, otras sí alcanzaban niveles dramáticos de peligrosidad, llegando incluso, a separar amistades y familias… Pero todos y todas alegres, contentos y con la esperanza puesta en la victoria del caballo de su elección.

Hubo siempre durante las carreras, un grupo de damas, entre las que se encontraban: Chera Flores y sus hijas Luzmila, Judith, Vicenta y la India; las señoras Siña, Gudelia, Mercedes Caballero, Teófila Flores y sus hijas Mercedes , Viodelda y otras que recorrían el espacio comprendido entre la bocacalle y el parque, cantando, bailando, sonando las palmas efusivas y alegres, con tonadas y tunas contagiosas, desgranando el contento de la fiesta; regalando a la vida su alegría… ¡Una sana expresión de algarabía desbordante de las mujeres de mi pueblo!.

La confraternidad y el espíritu de participación amistosa de esa gente, era el ejemplo de colectividad edificante que nos brindaban esas mujeres y esos hombres, a los que en esos tiempos éramos niños o adolescentes conociendo las formas y el valor humano para así vivir.

Al acercarse la hora de la carrera, la gente se ubicaba a lo largo de la calle Roque Martínez, Sergio A. Jiménez y de la calle que llevaba al camino hacia la «Loma Grande». En los muros de la parte posterior de la casa cural, en el muro del mercado, en la casa de Bartolito, en la casa de Lina Rosa y en el sitio que hoy ocupa la casa de Ernesto De León («Los Barrialitos»). Al final de la década de los años cincuenta (o comienzos de los años sesenta) se realizó una carrera entre un caballo de Juaco – un hermoso potro cenizo de mediana alzada – y un caballo de Bosco que era brioso, colorado y vigoroso, al punto que desarrolló una salida pasmosamente rápida. Estos ejemplares despertaron tanta simpatía e interés entre la gente, que las expectativas el día de la carrera, habían producido una situación de cuasi-locura entre los chepanos.

Se acordó entre los interesados, que la partida se daría en la puerta de la Isleta (frente al potrero de Alejandro Duque) y la meta como siempre en la soga colocada transversalmente sobre la calle, al frente de la hoy casa de Ernesto De León. Exactamente, allí estaría ubicado el juez de meta.

Cuando bajaron los contendientes y sus seguidores – un mar de caballos y de gente- rumbo al sitio de la partida, en la Isleta, la algarabía era inaguantable y la alegría contagiosa; así, eran muchos los vociferantes y muchos los borrachos… Uno de éstos era «Magua» (Gilberto), quien en compañía de mi tío Bruno Del Río, contemplaban la posibilidad, ya no sólo de la victoria; sino la derrota del caballo de sus simpatías.

Magua pensaba – entre trago y trago – que a lo mejor el otro ejemplar podría superar a su escogido en la primera mitad de la distancia, porque éste era un animal muy rápido; pero que luego, al exigirse mayor resistencia, el otro equino superaría la ventaja y, finalmente, luego de correr de igual a igual el suyo se alzaría con la victoria.

-¡Eso…! ¡Eso…!

Grito, animándose y golpeando su pecho fuertemente.

¡Viva San Cristóbal, «Chambra»…, vamos a ganar,!

En tanto, Chambra, (Bruno) borracho también, repetía no muy convencido, pero animado por su amigo…

-¡Vamos a ganar,…, vamos a ganar!

Salieron eufóricos de la cantina de Arsenio, y dirigieron sus torpes e inseguros pasos hacia la ruta de la carrera para presenciar el triunfo de los dos caballos…; ambos tenían preferencias diferentes.

Como atisbando la suerte se veía a los apostadores analizar el posible desarrollo de la competición, porque con tanto preludio y tanto pronóstico contradictorio, era sumamente difícil contemplar de antemano el triunfo de cualquiera de las dos opciones.

-¡Al caballo de Juaco voy…!

Se encrespaba el grito temeroso e inseguro de algunos, y de algunos también con mesurada confianza…

-¡De punta a punta el caballo de Bosco gana…! ¡Yo voy al colorado!

Se escuchaba la contagiosa premisa.

-¡Yo voy con el cenizo!

Exclamaban más allá, mostrando su alegría.

En tanto, en el lugar de la partida la guerra de nervios era inmensa y angustiosa. Los jinetes, pálidos, enjutos, inseguros como previendo la dureza de la prueba que los aguardaba. La situación de los jinetes se presentaba en forma peculiar, ya que el que conduciría el colorado, Pasi Flores, era tío del que llevaría las riendas del cenizo, Joaquín Muñoz Flores, hijo del dueño del caballo en mención.

Al fin, la partida se dio sin contratiempos y surgieron así las avanzadas de los competidores. Atrás, la multitud de caballos y jinetes era inmensa; como un mar bravío su movimiento; como un rumor de furia o de furor la gritería. Se dibujaba el camino como si fuera un gusano gigantesco y rápido que gritaba, se estremecía; ineludible tal vez, se presentaba fugaz ante la mirada asombrada de los espectadores.

-¡El colorado va’alante…! ¡Va ganando el colorado!

Desesperadamente, los gritos y los vítores parecía que empujaban un poco, adelantando a los caballos; pero, también, la esperanza y la seguridad del criterio se dejaba sentir cual si fuera una tajona recia, dura, en medio de la brutal carrera.

-Allá arriba lo cogemos…! ¡Allá arriba lo cogemos,… lo cogemos!

Era el grito de Magua, la esperanza firme y decidida de quien analizando los pormenores, sabía que triunfaría el caballo por él escogido.

-¡Allá arriba lo cogemos…!

Repetía y repetía mientras alzaba los brazos, martillando los puños como si fueran un par de mazos… Desesperado, nervioso, enardecido desdibujaba el aire con piruetas y movimientos locuaces, que decían de la firmeza de su convicción y la seguridad inenarrable de sus razones.

-¡Viva San Cristóbal…, Juaco, Juaquín…, allá arriba lo cogemos!

¿Cómo detener esa emoción, esa alegría desbordante, contagiosa y bufona como pocas…?

Se empinó de pronto, deteniendo su carrera, para abrazar a Bruno y contagiarlo de su alegría; pero perdió el equilibrio frágil de sus movimientos, y abrazados, cayeron rodando por el pavimento pedregoso de la ruta de los caballos, siendo así víctimas de las patas de los animales, las pisadas de la gente que como un viento con su ulular subía, y la desesperante inquietud bulliciosa de los perros.

Tal como lo había previsto Magua, el colorado en una asombrosa, rápida salida tomó la delantera dejando al cenizo rezagado como si, asombrado, no pudiera reponerse de esta primera acometida. Así avanzaron ambos sin que cambiase mucho la posición de cada uno…; pero al acercarse a la vuelta de Nuestro Amo (más o menos el sitio donde hoy vive Man Sing), el cenizo de Juaco empezó a recortar la ventaja que el caballo de Bosco le había impuesto…; poco a poco, hasta igualarlo, se mantuvo a su lado y al cruzar Nuestro Amo, lo rebasó con una seguridad impactante, y se alejó gallardamente para lograr un claro e indiscutido triunfo sobre el caballo colorado que, en un momento parecía imbatible… ¡También Magua había triunfado!

Pero, nada humilde, contento y apabullante con su sencillez de afectos, Segundo De León, el preparador del caballo cenizo de Juaco, ganador de la carrera, gritaba a su oponente en la disputa verbal que en ese momento sostenían…

-¡Ganó el cenizo,…! ¡Así que vete a comé’ paloma’e Castilla,!

El color de la tarde era plomizo, y el sol parecía caer vertical, recto sobre las cabezas enajenadas de mi gente. Así, Magua y Bruno se incorporaban dando traspiés, en su afán de liberarse de las pisadas que los mordían como látigos. Al fin, ya incorporados, se unieron al desfile de simpatizantes, animadores, apostadores; hombres y mujeres, para celebrar con efusión el triunfo llano, limpio del caballo de Juaco sobre el colorado de Bosco.

-¡Allá arriba lo cogimos,! ¡… lo cogimos!

Más tarde, ocupados los hombres en sus bravatas, discusiones y contradicciones, los caballos pasaban entonces a las manos de las mujeres quienes, señalando y signando la tarde de belleza, colorido, complacencia y alegría, recorrían las calles de mi pueblo en cabalgatas insinuando sus formas atrevidas, seductoras; parecían amazonas escapadas de sus fiestas, para adornar con su donaire el tremebundo furor que hervía en la fiesta nuestra. Las mujeres de mi pueblo hermosas, a caballo, recorriendo majestuosas, al igual que un sueño recurrente de colores, la engreída placita de San Cristóbal, la ventajosa comodidad del adusto y viejo parque; en fin, cantando su felicidad al mundo desde sus estribos y cabalgaduras… ¡Eran las hermosas mujeres de mi pueblo, una tarde de abril, cabalgando feliz hacia la dicha!

Ya se apretujaba el sueño entre la gente; ya se escondía la luz para dormir sus horas, y en la desvencijada expresión de los borrachos, se veía la cautela de señalar próximos retos.

En la casa de Juaco la alegría, ya cansada, era repetición constante de la euforia que daba el adiós a la parranda. Entre tanto, en la casa de Bosco, la satisfacción crecía por el buen comportamiento del equino… y, a lo lejos, como regresando, quizás, un susurrar peregrino, armonioso también y esperanzado en medio del lento descender de las horas en la noche embriagada.

-¡Allá arriba lo cogemos,…!

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